lunes, junio 27, 2005

Vivir sin ti, mi niña



En muchas ocasiones otras personas son tan responsables, si no más, , no solo por acción sino por omisión, en el crimen como las madres que van al abortadero.


Vivir sin ti, inocente bebita abortada, es una dolorosa sensación que me invade. Abro los ojos una mañana de otoño, una de tantas después de este verano abrasador, y yo, privilegiado ya nacido, te había soñado flotando dentro de tu mamá pero no te recuerdo al despertar al mundo.
No te veo tampoco detrás del vaho del espejo del baño, y cuando miro al cristal sólo refleja mi imagen, y yo, afortunado adulto, no siento tu manita que sale extendida para que te acaricie.
Aprovechando una agradable mañana me acerco andando al trabajo, es un trayecto largo y como a mitad de recorrido atravieso unos columpios para niños, si me hubiese girado y observado con atención hubiese visto que tú, triste niña, te columpias con fuerza en uno de ellos y que me haces señas para que te ayude. Paso de largo sin percibir tu llamada, y yo, hombre ciego, no me extraño de un columpio que se mueve como por arte de magia, pensando que está vacío y lo sacude la brisa.
Paso la mañana ocupado en mil cosas, y eso que ninguna vale tanto como tú, criatura desvalida, y no me preocupo de tu angustia ni de la de tu mamá, cuando las dos dejais pasar el tiempo entre temblores y miedos. Tú no hablas aún, pero sabes que algo pasa pues notas los latidos desacompasados y te mueves nerviosa dentro de ella. Yo, ocupado en banalidades, no ayudé a tu madre, ni la consolé, ella te sentía, y le dolía en el alma por lo que iba a hacer.
Al mediodía noto una extraña sensación, es como un nudo en el estómago, la impresión de que algo malo se precipita. Es tu supremo dolor de las últimas horas, pues el corazón de tu madre va a mil por hora y el tuyo le acompaña a dúo. Yo, encerrado en mí mismo, pienso que es por mí, y no detengo a tu madre para que no haga algo de lo que se arrepentirá de por vida.
Sobre la media tarde oigo un grito que me hiela la sangre, me levanto y abro la ventana, pero no veo nada, nadie noto a faltar de mi mirada a la calle. En ese momento, tu madre está en un abortorio, nadie vió entrar a esa mujer embarazada, azorada por los nervios, quien apenas alcanzó a sacar temblorosa el precio de tu muerte en la recepción. En un minuto interminable el aparato manejado con indiferencia salvaje por un desconocido de bata blanca, te arrancó primero una mano, luego tu piernecita izquierda, te revolvías intentando huir de tu asesino, pero no tuviste tiempo, ni espacio, finalmente acertó con tu corazón. Tú gritaste con fuerza, el futuro de toda tu vida se acababa con su último latido.
Nadie velará por tu cuerpecito de niña rota, ahora introducido en frío y anónimo frasco de residuo sanitario. No tendrás vida, tampoco tendrás entierro, doblemente muerta, condenada al desprecio y al olvido. Tu madre huye de allí, espantada y arrepentida, con dos incipientes lágrimas en sus mejillas, una es por ella, por su maternidad perdida, la otra es por tí, su tesoro, su hija a la que nunca conocerá.
Ya de noche noto la imperiosa necesidad de asomarme al cielo. De forma inesperada, distingo una nueva estrella que brilla más que ninguna del firmamento. Entonces lo comprendo todo, recuerdo tu cuerpecito que se agitaba en mi sueño, tu manita en mi espejo, tu saludo en el columpio, tu angustia al acercarse el momento, y tu dolor de muerte brutal. Eras tú, pobre niña abortada, que me pedías que hiciera algo para evitarlo. Perdóname, por no verte, por no oírte, no ayudarte.
Tú, ya eres una luminosa estrella, blanca y brillante, pero vivir sin ti es algo que cargaré sobre mí toda la vida. Tal vez mañana sea diferente, y todos los niños puedan nacer, es mi responsabilidad, la de todos nosotros, nuestros bebés no pueden seguir muriendo abortados.

Daniel Arnal Meseguer - 2003. Octubre

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