“La violencia engendra violencia”, reza el adagio. Un niño de ocho años estaba disgustado por un accidente mortal, y en clase de religión intentaron consolarlo. Él respondió: “si Adán y Eva no hubieran comido aquella manzana, las cosas malas no pasarían. ¡La explosión de ayer no hubiera ocurrido! Cuando yo crezca, voy a hacer una máquina del tiempo y mataré a Adán y Eva”.
El aborto es un crimen que pesa sobre toda la familia. E. Joanne Angelo (Tufts University School of Medicine, Boston) explica la perspectiva clínica del aborto, donde se ven las consecuencias psicológicas de esos traumas, las muchas caras del dolor del post aborto en las mujeres, los hombres y los niños no están a menudo reconocidas o están mal diagnosticadas.
Suele ser –después de un aborto voluntario– un dolor “singularmente profundo porque está considerablemente oculto”. Como no hay funeral, parece que no hay duelo.
“Los arrebatos de emociones inesperadas –dolor, vacío, culpa, depresión, desesperación y pensamientos suicidas– pueden inundar su conciencia en la fecha en que el niño cumpliría años, en el aniversario anual del aborto, en el día de la Madre o del Padre, Navidad, en el nacimiento de otro bebé, en el momento de otra muerte en la familia, viendo a un niño que tenga la edad del suyo o un bebé en un anuncio de la televisión”.
Y los mismos sonidos y recuerdos que le evocan al niño serán motivo de continuo sufrimiento, son los espectros que se llevan dentro, y si no se confían a la pareja, ésta “nunca podrá entender sus cambios de humor, su dificultad para la intimidad, sus relaciones ambivalentes con los niños subsiguientes” o las pastillas y dificultades para poder dormir. Esto vale también para los hombres, “el sentimiento de vacío puede durar toda una vida, porque los padres son para siempre padres, incluso de un niño muerto” (Vicent Rue).
Pero el peso es muy fuerte para los hijos, de antes y después. A un niño de 5 años se le dice “mamá tiene un bebé en su vientre. El bebé puede no estar bien. Mamá y papá van a ver al doctor. Si el bebé no está bien, el doctor va a devolver al bebé a Dios”.
El niño que escucha esto se queda ya inquieto, ya no está seguro del amor incondicional de sus padres, ha percibido algo, y esto le llevará a mentir y ocultar cualquier problema a partir de entonces, por el miedo de la pérdida de la estima que necesita de ellos para la supervivencia.
Esta intuición es tan poco previsible, como la premonición del caso que sigue: “Cuando tenía cuatro años decidí de repente que no quería ya jugar con las muñecas. Quería un bebé real. Un día cogí mi muñeca y, aunque parezca extraño, la enterré al fondo del jardín. Sólo unos años más tarde comprendí que mi madre había abortado cuando yo tenía cuatro años. Ahora veo que, para proteger la imagen que tenía de mi madre como un ser inocente, intenté hacerme responsable del aborto de mi madre. He estado llevando la culpa toda mi vida y he padecido terriblemente”.
Gracias a Dios, cuando se invita a esas víctimas a contar sus historias en un clima de compasión y se les presenta la misericordia amorosa de Dios, se puede aliviar su carga y curar su dolor, como el río del profeta: “allí donde penetra esta agua lo sana todo, y la vida prospera en todas partes donde llega el torrente… producirán frutos nuevos, porque esta agua viene del santuario. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas, de medicina”.
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