sábado, noviembre 24, 2018

Muerte a plazos

Suscribo lo que escribió el P. Altisent

clepsidra
   (...) Abandoné hace muchos años mi juventud; vengo perdiendo ahora la buena flexión de mis rodillas que crujen de modo muy notable; subo y bajo pesadamente las escaleras; y los cambios de tiempo me atropellan. Pero, a fin de cuentas, no pasa nada. Me siento cómodo en mis setenta años y todo lo que abandono lo recoge quien me lo dio y quiere devolverme nuevo y definitivo. Morir es como perder los primeros dientes: los segundos son los valiosos.

   La muerte por entregas me abre también una nueva faceta de la vida moral porque trato de darle el sentido de una gradual capitulación en manos de Dios. Y los percances son divertidos como experiencias nuevas. Seré decrépito físicamente, en especial para los jóvenes, pero ¡qué saben ellos de los sabores interiores!

He de aceptar, claro está, molestias, pero son nada si las miro sin tensión ni lamentos. Cojeo, pierdo el oído... ¿Y qué? No solo lo efectivo es fértil: el perdulario que envejece y muere con dignidad es un príncipe.

   Pierdo algún trozo de mi memoria: busco un nombre y no está; un tema, y otro agujero; a veces no sé quién es esa persona a la que conozco y saludo. ¿Y qué? Cierto, no estoy pasivo: reacciono haciendo ejercicio para mejorar mi circulación y evitar más desgaste; y me aplico mejor a recordar los nombres. ¿Llegaré, con todo, a tener la mente estancada? Yo lucho en contra, pero si estuviera en el menú... La clave es aceptarse de manos de Dios como se es a cada instante; y vivir lo que toca con obediencia de fe. No sin antes haber intentado evitar, por obediencia de fe, las pérdidas. Pero, si las hay ¡primero perder las piernas que la paz!

   Estamos en manos de quien nos quiere tan completos y dichosos como nos soñó en su sagrado designio. Si eso exige aceptar ahora esta desmembración, sea. ¿Acaso antes de nacer esperaba yo esta fiesta? ¿No fue con trepidante sorpresa que me vi lanzado a la aventura de vivir? Nací "en lágrimas y caca" como Quevedo y todos, pero una ternura femenina me tuvo junto a su corazón. 

   Luego crecí, alcancé algo de saber e independencia; leí, estudié, trabajé, caí, me levanté (me levantaron), reflexioné, me desvié, me rectificaron... Con pequeños tributos de humildad, entereza y paciencia tuve, amplié, cobré y recobré fuerzas para vivir cada vez más ancha la fiesta de la vida. Llegó la plenitud, esa gran meseta plateada. Y luego comencé a ganar envejeciendo: porque envejecer modela, si uno ni se deja vencer ni se empecina en contra.

(...)
Agustín Altisent. Monje de Poblet

La Vanguardia 17.I.1994

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