Agustín
Altisent
Hay
dos formas de morir: al contado y a plazos; por desplome prematuro y
por desgaste gradual. Cada uno recibe la más adecuada. La mía, de
momento, es una muerte a plazos, un atardecer más bien apacible. ¿Se
lo explico?
Abandoné
hace muchos años mi juventud; vengo perdiendo ahora la buena flexión
de mis rodillas que crujen de modo muy notable; subo y bajo
pesadamente las escaleras; y los cambios de tiempo me atropellan.
Pero, a fin de cuentas, no pasa nada. Me siento cómodo en mis
setenta años y todo lo que abandono lo recoge quien me lo dio y
quiere devolverme nuevo y definitivo. Morir es como perder los
primeros dientes: los segundos son los valiosos.
La
muerte por entregas me abre también una nueva faceta de la vida
moral porque trato de darle el sentido de una gradual capitulación
en manos de Dios. Y los percances son divertidos como experiencias
nuevas. Seré decrépito físicamente, en especial para los jóvenes,
pero ¡qué saben ellos de los sabores interiores!
He
de aceptar, claro está, molestias, pero son nada si las miro sin
tensión ni lamentos. Cojeo, pierdo el oído... ¿Y qué? No solo lo
efectivo es fértil: el perdulario que envejece y muere con dignidad
es un príncipe.
Pierdo
algún trozo de mi memoria: busco un nombre y no está; un tema, y
otro agujero; a veces no sé quién es esa persona a la que conozco y
saludo. ¿Y qué? Cierto, no estoy pasivo: reacciono haciendo
ejercicio para mejorar mi circulación y evitar más desgaste; y me
aplico mejor a recordar los nombres. ¿Llegaré, con todo, a tener la
mente estancada? Yo lucho en contra, pero si estuviera en el menú...
La
clave es aceptarse de manos de Dios como se es a cada instante; y
vivir lo que toca con obediencia de fe.
No sin antes haber intentado evitar, por obediencia de fe, las
pérdidas. Pero, si las hay ¡primero perder las piernas que la paz!
Estamos
en manos de quien nos quiere tan completos y dichosos como nos soñó
en su sagrado designio. Si eso exige aceptar ahora esta
desmembración, sea. ¿Acaso antes de nacer esperaba yo esta fiesta?
¿No fue con trepidante sorpresa que me vi lanzado a la aventura de
vivir? Nací “en lágrimas y caca” como Quevedo y todos, pero una
ternura femenina me tuvo junto a su corazón. Luego crecí, alcancé
algo de saber e independencia; leí, estudié, trabajé, caí, me
levanté (me levantaron), reflexioné, me desvié, me rectificaron...
Con pequeños tributos de humildad, entereza y paciencia tuve,
amplié, cobré y recobré fuerzas para vivir cada vez más ancha la
fiesta de la vida. Llegó la plenitud, esa gran meseta plateada. Y
luego comencé a ganar envejeciendo: porque envejecer modela, si uno
ni se deja vencer ni se empecina en contra. Cuando el día declina
para rendir sus armas, muestra a veces sus resplandores más bellos.
Se
mueren seres queridos, algunos tan humanos que parece imposible. Es
muy triste. Pero, curiosamente, se pasa. Entregaré una a una mis
facultades más elementales.
Como
las creía mías, lo sentiré. Finalmente tendré que entregar mi
voluntad de vivir aquí y así. Me costará. Pero siempre he pedido
que se haga su voluntad, aun contra la mía y me ayudarán tirando de
mí ni que salga sangrando. Ya
en el otro lado, acaso unas lenguas de fuego -¡qué sé yo!-
consumirán las adherencias que me crispan, me deforman y me impiden
ser libre y estar disponible y entregado. Eso va a doler, pero me
aliviará del peso de mí mismo.
Y
todo vendrá por sus pasos contados. De momento, morirme poco a poco
se me va dando fácil. Me voy desmoronando pero expío mi arrogancia,
todo el bien que no hice, lo que no agradecí. “La muerte es la
victoria de Dios sobre mi egoísmo”, el triunfo de la santa agonía
de Jesús sobre mi replegada desconfianza.
Borradas
ya todas las pesadillas, moriré para despertar en el seno donde he
estado siempre sin sentirlo; para abrir los ojos de par en par y caer
postrado rompiendo en llanto ante la Inmensa Faz:
para hallar felices a los seres queridos, sentir que de mí surgen
todos los poemas, los grandes paisajes y las bellas ciudades, ser yo
toda la música, bailar todos los valses... Y vibrar al unísono de
todos los valores. En su fuente sagrada.
Agustín
Alisent, monje de Poblet
Extraído de la hemeroteca de La Vanguardia 17.1.94
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portada del libro |
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