viernes, diciembre 27, 2019

Morir a plazos


Agustín Altisent

Hay dos formas de morir: al contado y a plazos; por desplome prematuro y por desgaste gradual. Cada uno recibe la más adecuada. La mía, de momento, es una muerte a plazos, un atardecer más bien apacible. ¿Se lo explico?

Abandoné hace muchos años mi juventud; vengo perdiendo ahora la buena flexión de mis rodillas que crujen de modo muy notable; subo y bajo pesadamente las escaleras; y los cambios de tiempo me atropellan. Pero, a fin de cuentas, no pasa nada. Me siento cómodo en mis setenta años y todo lo que abandono lo recoge quien me lo dio y quiere devolverme nuevo y definitivo. Morir es como perder los primeros dientes: los segundos son los valiosos.

La muerte por entregas me abre también una nueva faceta de la vida moral porque trato de darle el sentido de una gradual capitulación en manos de Dios. Y los percances son divertidos como experiencias nuevas. Seré decrépito físicamente, en especial para los jóvenes, pero ¡qué saben ellos de los sabores interiores!

He de aceptar, claro está, molestias, pero son nada si las miro sin tensión ni lamentos. Cojeo, pierdo el oído... ¿Y qué? No solo lo efectivo es fértil: el perdulario que envejece y muere con dignidad es un príncipe.

Pierdo algún trozo de mi memoria: busco un nombre y no está; un tema, y otro agujero; a veces no sé quién es esa persona a la que conozco y saludo. ¿Y qué? Cierto, no estoy pasivo: reacciono haciendo ejercicio para mejorar mi circulación y evitar más desgaste; y me aplico mejor a recordar los nombres. ¿Llegaré, con todo, a tener la mente estancada? Yo lucho en contra, pero si estuviera en el menú... La clave es aceptarse de manos de Dios como se es a cada instante; y vivir lo que toca con obediencia de fe. No sin antes haber intentado evitar, por obediencia de fe, las pérdidas. Pero, si las hay ¡primero perder las piernas que la paz!

Estamos en manos de quien nos quiere tan completos y dichosos como nos soñó en su sagrado designio. Si eso exige aceptar ahora esta desmembración, sea. ¿Acaso antes de nacer esperaba yo esta fiesta? ¿No fue con trepidante sorpresa que me vi lanzado a la aventura de vivir? Nací “en lágrimas y caca” como Quevedo y todos, pero una ternura femenina me tuvo junto a su corazón. Luego crecí, alcancé algo de saber e independencia; leí, estudié, trabajé, caí, me levanté (me levantaron), reflexioné, me desvié, me rectificaron... Con pequeños tributos de humildad, entereza y paciencia tuve, amplié, cobré y recobré fuerzas para vivir cada vez más ancha la fiesta de la vida. Llegó la plenitud, esa gran meseta plateada. Y luego comencé a ganar envejeciendo: porque envejecer modela, si uno ni se deja vencer ni se empecina en contra. Cuando el día declina para rendir sus armas, muestra a veces sus resplandores más bellos.

Se mueren seres queridos, algunos tan humanos que parece imposible. Es muy triste. Pero, curiosamente, se pasa. Entregaré una a una mis facultades más elementales.

Como las creía mías, lo sentiré. Finalmente tendré que entregar mi voluntad de vivir aquí y así. Me costará. Pero siempre he pedido que se haga su voluntad, aun contra la mía y me ayudarán tirando de mí ni que salga sangrando. Ya en el otro lado, acaso unas lenguas de fuego -¡qué sé yo!- consumirán las adherencias que me crispan, me deforman y me impiden ser libre y estar disponible y entregado. Eso va a doler, pero me aliviará del peso de mí mismo.

Y todo vendrá por sus pasos contados. De momento, morirme poco a poco se me va dando fácil. Me voy desmoronando pero expío mi arrogancia, todo el bien que no hice, lo que no agradecí. “La muerte es la victoria de Dios sobre mi egoísmo”, el triunfo de la santa agonía de Jesús sobre mi replegada desconfianza.

Borradas ya todas las pesadillas, moriré para despertar en el seno donde he estado siempre sin sentirlo; para abrir los ojos de par en par y caer postrado rompiendo en llanto ante la Inmensa Faz: para hallar felices a los seres queridos, sentir que de mí surgen todos los poemas, los grandes paisajes y las bellas ciudades, ser yo toda la música, bailar todos los valses... Y vibrar al unísono de todos los valores. En su fuente sagrada.


Agustín Alisent, monje de Poblet


Extraído de la hemeroteca de La Vanguardia  17.1.94


portada del libro

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