Uno de los temas más importantes del Magisterio de Juan Pablo II ha sido, sin duda, el de la vida humana desde el momento de la concepción.Hace todavía pocas décadas, el aborto era descalificado socialmente en el mundo occidental. Parecía monstruoso que pudiese llegar una legislación que tolerase el aborto arbitrario con los pretextos más nimios. Luego, a partir de una progresiva devaluación de lo que es el embrión humano, unido a una creciente distorsión de los “derechos de la mujer sobre su propio cuerpo” —como si el embrión no fuese “otra persona”—, se llegó a una vertiginosa proliferación de legislaciones abortistas.En este artículo que ahora publicamos, los autores recuerdan algunas ideas madres en relación con el aborto como destrucción de una vida humana inocente.]por Miguel Ángel Monge y Juan Carlos García de Vicente
La encíclica Evangelium vitae, define el aborto como la ”eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento” (n. 58).
El aborto –por ser la destrucción de una vida humana inocente- constituye un gravísimo desorden moral. Son conocidas las duras palabras del Papa Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium vitae. “Con la autoridad que Cristo ha conferido a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos –que en reiteradas ocasiones han condenado el aborto (...)- declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es trasmitida por la Tradición de la Iglesia y es enseñada por el magisterio ordinario y universal” (n. 62).
Su fundamento en la ley natural se pone de manifiesto en que el derecho a la vida es uno de los derechos más universalmente reconocidos en todas las legislaciones y declaraciones de derechos humanos, independientemente del credo religioso.
Algunas cifras
Las Administraciones públicas no ejercen un control muy minucioso sobre las clínicas privadas (las más utilizadas para realizar abortos) así que es difícil disponer de datos exactos sobre el número de abortos que se realizan. Los datos que se manejan a escala mundial sitúan en unos 50 millones los abortos que se realizan cada año. Con razón se ha dicho que, después del holocausto judío, estamos sin duda ante la mayor tragedia de la humanidad en el siglo XX. “En nuestros tiempos -ha escrito el Papa Juan Pablo II en su reciente libro Memoria e Identidad-, el mal ha crecido desmesuradamente, sirviéndose de sistemas perversos que han practicado a gran escala la violencia y la prepotencia. No me refiero ahora al mal cometido individualmente por los hombres movidos por objetivos o motivos personales. El del siglo XX no fue un mal en edición reducida, “artesanal”, por llamarlo así. Fue el mal en proporciones gigantescas, un mal que ha usado las estructuras estatales mismas para llevar a cabo su funesto cometido. Un mal erigido en sistema.”
En España, según datos del Ministerio de Sanidad, se ha pasado de 467 abortos en el año 1986 a 80.000 en el año 2003.
Las cifras hablan por sí solas. Además, la mayor parte de las mujeres que deciden abortar acuden a clínicas privadas (68.379 de los 77.125 del año 2002). A pesar de estos números, son pocos los médicos dispuestos a practicar el aborto, en España. Los médicos siguen teniendo claro que trabajan para salvar vidas, no para matarlas.
Nuevos métodos abortivos
En la actualidad, el aborto se propone cada vez bajo formas más asequibles (por ejemplo, tomar una pastilla, como es el caso de la PDD), más silenciosas, pues se busca eliminar el embrión en los primeros días de su desarrollo, de forma que su eliminación pase prácticamente inadvertida para la mujer (y así actúan el DIU o la misma PDD) e interpelen menos la conciencia moral de la mujer, al difuminar la relación entre causa (tomar una pastilla, colocarse un aparato o un parche) y efecto (la eliminación deliberada del hijo en gestación. Vamos a exponer brevemente a continuación estos nuevos métodos.
- Píldora del día siguiente. La píldora del día siguiente es un preparado a base de hormonas que, tomada dentro de y no rebasando las 72 horas después de una relación sexual presumiblemente fecundante, activa un mecanismo de tipo antinidatorio, es decir, impide que el eventual óvilo fecundado (que es un embrión humano), ya llegado en su desarrollo al estadio de blastocisto (5º-6º día después de la fecundación), se implante en la pared uterina, mediante un mecanismo que altera la pared del útero. El resultado final será, por tanto, la expulsión y pérdida de este embrión.
- Sólo en el caso de que se tomara la píldora algún tiempo antes de la ovulación, podría a veces actuar como un mecanismo de bloqueo de la ovulación, y en este caso se trataría de una acción típicamente anticonceptiva. Sin embargo, la mujer que recurre a este tipo de píldora lo hace por miedo a estar en el periodo fecundo y, por lo tanto, con la intención de provocar la expulsión del eventual concebido. Por tanto, desde un punto de vista ético, la misma ilicitud absoluta de proceder a prácticas abortivas subsiste también para la difusión, la prescripción y la toma de la píldora del día siguiente.
- Dispositivos intrauterinos (DIU). El DIU o “espiral” es un pequeño objeto de plástico flexible, en forma de T, que coloca el ginecólogo en el útero de la mujer a través de la vagina. Suele llevar un hilo de cobre enrollado en espiral, y a veces también alguna sustancia hormonal. Su actividad dura una media de 2-3 años. El DIU es eficaz para impedir un embarazo incluso colocado días después de una relación sexual. Su mecanismo de acción es variado, pero ejerce el efecto principal sobre el endometrio, como se denomina a la superficie interna del útero, provocando una reacción inflamatoria similar a la que produce un cuerpo extraño, caracterizada por la presencia abundante de glóbulos blancos. Éstas células dificultan el paso de los espermatozoides y crean un ambiente completamente hostil a la implantación del embrión. La presencia añadida de los iones de cobre es nociva tanto para los espermatozoides como para el embrión. Da una idea de la letalidad del microambiente uterino que causa el DIU, el hecho de que cuando este método falla, los embriones anidan en cualquier otro sitio cercano distinto al útero (abdomen, trompa de Falopio). Este hecho se denomina embarazo ectópico y es una situación grave para la madre.
- RU-486. La píldora RU-486 es un preparado a base de una potente hormona llamada mifepristona. Actúa bloqueando los receptores biológicos de la hormona progesterona, que es la hormona que se encarga de crear el ambiente necesario para que se desarrolle una gestación. El órgano diana en el que ejerce su efecto es el endometrio, donde elimina todos los factores biológicos y bioquímicos esenciales para el mantenimiento de la implantación del embrión. Así pues la píldora RU causa el desprendimiento del embrión y su posterior eliminación. Se suele utilizar para provocar el aborto durante el primer trimestre de gestación. El empleo de la RU-486 requiere por lo menos tres visitas a un consultorio médico. En España, se aprobó en 1998 su uso solo en medios hospitalarios, debido a sus efectos secundarios (hemorragias, infecciones, etc.).
Origen de la mentalidad abortista
Las raíces de esta situación de “conjura contra la vida” podemos encontrarlas en primer lugar en una mentalidad que sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás. En segundo lugar, a un modo de pensar que identifica la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos.
A otro nivel, el origen de esta mentalidad abortista está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo. La eliminación de la vida naciente se enmascara a veces bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, manifestando una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los “más fuertes” contra los débiles destinados a sucumbir. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.
En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la “cultura de la vida” y la “cultura de la muerte”, no basta detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. El hombre se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Así, los valores del ser son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar material.
El cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. En la perspectiva materialista, las relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal —el del respeto, la gratuidad y el servicio— se sustituye por el criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que “es”, sino por lo que “tiene, hace o produce”. Es la supremacía del más fuerte sobre el más débil.
A causa también del fuerte influjo de los medios de comunicación, la conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida.
Motivos más frecuentes que se aducen para abortar
a) Aborto por malformaciones y enfermedades del feto
Actualmente, la Medicina está en condiciones de prever con cierta seguridad las enfermedades congénitas, mediante los métodos de diagnóstico prenatal: ecografías, amniocentesis, biopsias, diagnóstico preimplantatorio, etc. Humanamente se comprende que la alta probabilidad de una enfermedad severa en el hijo sea vivida por los padres de un modo dramático, pero es ilógico y hondamente inmoral pensar que el mejor modo de ayudar a su hijo sea matarlo. Desde el punto de vista médico, la solución sería acudir en esos casos a una buena profilaxis, al tratamiento prenatal cuando sea posible, a una terapia endouterina en los casos en que también sea factible y, en último extremo, a la rehabilitación. Pero nunca se puede provocar directamente la muerte de un ser inocente.
Por lo demás, la no aceptación de la minusvalía, supone una especie de racismo de los sanos, de “racismo cromosómico", en frase de Lejeune, que podría traer gravísimas consecuencias para la humanidad.
b) Aborto tras una agresión sexual
Para legitimar el recurso al aborto en estos casos, se suele esgrimir que la mujer que ha sido violada sufre un trauma que perdurará toda la vida. Conviene saber que la posibilidad de que se produzca embarazo tras una violación es mínima: ocurre en menos de un 1% de los casos. Pero aun así, el aborto ni resuelve aquel trauma ni lo reduce: al contrario, puede aumentarlo, al buscar el remedio para un acto inhumano, como es la violación, con otro acto inhumano: la eliminación del hijo, que es completamente inocente. El valor de una vida inocente no está condicionado por las intenciones de los que la engendran. Resulta inadmisible una “solución” que consista en matar al inocente en pago de la culpa de un agresor injusto, intentando compensar una injusticia con otra mayor. Acoger esa vida que se está desarrollando en ella hasta que nazca, incluso con las grandes dificultades que hacerlo llevará consigo, es darle a esa mujer la posibilidad de superar aquel suceso perverso realizando un gesto de amor al hijo (tan inocente como ella misma), con unos de los actos más nobles y dignos del ser humano.
c) El “aborto “terapéutico”, para proteger la salud física o mental de la madre
Se entiende comúnmente por “aborto terapéutico” la interrupción de un embarazo que resulta perjudicial para la salud de la madre. Se propone el aborto a la mujer que descubre estar embarazada padeciendo una enfermedad importante, quizá crónica (como enfermedades del corazón, renales, nerviosas, o de la sangre), porque su estado de salud empeorará a lo largo de la gestación, incluso con peligro de su vida.
Existe un malentendido en el uso del adjetivo “terapéutico”. Este es totalmente inadecuado, porque el médico no actúa directamente ni sobre la enfermedad en curso, ni sobre la parte enferma de la mujer, para curarla. Actúa directamente sobre el feto para provocarle la muerte con la esperanza de que, de este modo, se evitará el empeoramiento de la salud materna. El médico no realiza ninguna acción terapéutica sobre la enfermedad para lograr restablecer o mejorar la salud, sino una acción letal directa sobre alguien sano (el feto) para prevenir el empeoramiento de una enfermedad que podría acarrear un riesgo grave para la madre.
Ciertamente existen enfermedades que desaconsejan el embarazo, ya que la salud materna se puede agravar y quizá quedar comprometida de forma permanente. Por fortuna los avances de la medicina permiten reducir cada vez más los riesgos, y estas enfermedades de la madre se pueden controlar cada vez mejor. Por eso, hoy son rarísimos los casos en los que se plantearía el dilema de tener que salvar a la madre a costa de la vida del hijo. Por otro lado la interrupción del embarazo no solo no cura la enfermedad, sino que somete a la madre al riesgo añadido del procedimiento abortivo y al severo trauma psicológico que perdura a veces muchos años. En definitiva, ante la eventualidad de un embarazo en una mujer enferma, hay que manifestar con claridad que el aborto directamente provocado nunca es éticamente lícito, pues significa la eliminación deliberada y directamente querida de un ser humano inocente.
Un caso completamente distinto, tanto desde el punto de vista médico como desde el punto de vista moral, es el de aquellos tratamientos que una madre gestante ha de recibir para curarla de una enfermedad que compromete seriamente su vida, a consecuencia de los cuales puede sobrevenir un daño para el feto o incluso su muerte. El ejemplo clásico es el de la quimioterapia de una mujer encinta que padece un cáncer avanzado. Podría ser lícito iniciar la quimioterapia si, a juicio del médico, es el único tratamiento con posibilidades de éxito y no puede retrasarse hasta después del parto. Préstese atención a que ese tratamiento es in indicado para curar la enfermedad en curso (un cáncer, en este caso), y se instauraría independientemente de la existencia de un embarazo o no. El problema para dar ese tratamiento reside precisamente en que la mujer está embarazada y no se quiere hacer daño al feto.
El aborto que resulta de esta acción médica se denomina “aborto indirecto”, para distinguirlo del llamado “aborto terapéutico” que hemos descrito arriba, en el cual el aborto es directamente querido por quienes lo realizan o consienten. Así, el aborto directo y el aborto indirecto difieren en la existencia o no de una voluntad homicida, de la que se deriva una conducta concreta externa que la hace operativa, eficaz. Mientras el aborto directo contradice abiertamente la prohibición de no matar, y por lo tanto es siempre ilícito, en el aborto indirecto la situación es completamente distinta desde el punto de vista ético. En filosofía moral se suele explicar diciendo que que el objeto moral de ambos comportamientos es distinto, aunque el objeto físico (“administrar una sustancia que causa daño letal al feto”) sea en ambos el mismo.
Es importante comprender esto correctamente. Elegir el bien A con el riesgo de perder el bien B, no significa ir en contra del bien B, decidir su destrucción. En el aborto indirecto el médico sabe que tiene delante dos personas a las que ha de procurar salvar: la madre y su hijo en gestación. Por eso el médico lleva a cabo una acción cuya finalidad intrínseca es en sí misma curativa: aplica la terapia adecuada para tratar la enfermedad en curso. El bien que el médico busca proteger (la salud materna severamente comprometida) ha de guardar proporción con el riesgo al que se somete la vida del feto. Y naturalmente la instauración de esa terapia no ha de poder aplazarse, por ejemplo hasta después del alumbramiento, ni existen tratamientos alternativos con menores consecuencias negativas sobre el feto. Como se ve, no existe ninguna voluntad homicida: la muerte del hijo no es querida, sino sufrida, tolerada. Es una consecuencia trágica e inevitable de una intervención médica que aún no puede salvar las dos vidas, como querrían todos los que intervienen.
Desde luego, sería muy laudable el testimonio materno de rehusar ese tratamiento para no provocar la muerte del hijo, aunque la vida de ella esté seriamente amenazada. A la hora de tomar la decisión, la madre deberá tener en cuenta los deberes que tiene no sólo hacia el hijo que está gestando, sino también hacia su esposo, hacia los otros hijos que ya tenga, las posibilidades reales de no morirse antes de dar a luz, etc.
El comienzo de la vida humana
¿Qué tipo de ser tenemos delante desde el momento de la fecundación? Una de las ciencias competentes para dar una respuesta es la biología. A veces se recurre a una redefinición de conceptos para negar que, cuando termina el proceso de fecundación, nos encontramos ya con un nuevo individuo de la especie humana, que está iniciando su desarrollo. La biología reconoce actualmente que al término de la fertilización, es decir, del momento en que el espermatozoide atraviesa la corteza del óvulo (una zona conocida como membrana pelúcida) y fusiona su membrana celular con la membrana celular del óvulo, tiene lugar un complejo diálogo bioquímico entre ambos, que se manifiesta porque el conjunto apenas formado activa unos mecanismos de metabolismo, es decir, de vitalidad celular, absolutamente originales. Los más espectaculares son el sellado de la membrana de superficie, para impedir la entrada de ningún otro espermatozoide, y el completamiento de la división cromosómica del óvulo (visible al microscopio con la expulsión del llamado cuerpo polar), que hará posible que la célula resultante posea el número normal de cromosomas de la especie humana. Esto nunca lo hace el óvulo espontáneamente, ni ninguna otra célula del organismo. Al conjunto se le puede llamar en verdad nueva célula, y recibir el nombre de zigoto, pues es una célula genéticamente distinta de las del padre y de la madre, que comienza a operar como un nuevo sistema y a hacerlo de forma unitaria, y con actividad propia desde el punto de vista de transcripción del DNA, como están poniendo de manifiesto cada vez más estudios.
En las horas y días siguientes a la constitución del zigoto, hay una continua multiplicación celular encaminada a lograr formas biológicamente más complejas. Todo el proceso, a partir de la fecundación, presenta unas características muy importantes de recordar, para comprender la afirmación de que estamos ante un nuevo ser en desarrollo:
1) la coordinación: Es una propiedad que no puede existir sin que haya unidad en un ser. El centro de control de dicha coordinación es el genoma, en donde un número grandísimo de genes reguladores asegura el tiempo exacto, el lugar preciso y la especificidad de los cambios morfológicos que deben sucederse.
2) la continuidad: Si se observa a lo largo del tiempo el desarrollo del nuevo ser, todos los cambios que se van dando proceden sin interrupciones. Los mismos que acuñaron el término preembrión para permitir la destrucción de embriones mitigando el rechazo moral, y logrando ampliar a dos semanas el tiempo de libre disposición de embriones para experimentación, los componentes del llamado Comité Warnock, reconocieron en aquel mismo documento que “una vez que el proceso ha comenzado en la fecundación, no hay ningún momento que sea más importante que otro a lo largo del posterior desarrollo; todos son parte de un proceso continuo, y si un determinado estadio no tiene lugar normalmente, es decir, en el momento justo y en la secuencia correcta, el desarrollo posterior se detiene”. La propiedad de la continuidad implica y manifiesta la singularidad y unicidad del nuevo sujeto humano. A partir de la fusión de los gametos, encontramos siempre el mismo individuo humano, con su propia identidad, que se está construyendo autónomamente atravesando estadios sucesivamente más complejos cada vez.
3) la gradualidad: Quiere decir que todos los cambios que vemos en el desarrollo embrionario y fetal apuntan a lograr una forma final que es gradualmente alcanzada. Tal característica implica y exige la existencia de un principio regulador intrínseco al embrión mismo, para mantener el desarrollo constantemente orientado hacia la forma final.
4) la individualidad: Actualmente, la identidad de los miembros de una especie y la individualidad de cada miembro se determina biológicamente por el genoma, y ya no por la morfología macroscópica, como se hacía hasta el siglo pasado. Según esto, el genoma del zigoto revela la pertenencia de ese individuo a la especie homo sapiens. Y los marcadores genéticos que posee permiten afirmar que es un individuo genéticamente distinto y original, distinto de la madre y del padre de los cuales procede. Pues bien, se ha querido negar la individualidad del nuevo ser en desarrollo a partir de la experiencia de que existen gemelos, es decir, dos individuos que proceden de un solo embrión. ¿Cómo se puede afirmar –se preguntan– que el embrión es un ser individual, si al cabo de pocos días nos encontramos con que existen dos seres humanos? El error implícito en esta dificultad estriba en utilizar unos conocimientos de biología de la reproducción animal que están ya atrasados más de 80 años. Efectivamente, los mecanismos de reproducción asexual que conocemos en la naturaleza demuestran que la individualidad orgánica no es incompatible con que de una parte del organismo se pueda desarrollar otro organismo: esto es bien conocido en insectos y reptiles. Más recientemente, la clonación por transferencia nuclear ha demostrado igualmente que las partes que componen un organismo individual pueden dar origen a organismos individuales distintos. Es decir, no se ve qué problema puede haber en que de un individuo humano en estado embrionario se origine, por un mecanismo que podríamos llamar de reproducción asexual, y por causas y mecanismos que los biólogos aún desconocen, otro individuo distinto y autónomo, mientras que el primero continúa ininterrumpidamente su desarrollo conservando la propia identidad biológica y ontológica.
En definitiva, los datos biológicos, si son correctamente interpretados siguiendo un método científico, pueden contribuir a determinar cuándo un ser humano, es decir, un organismo individual de la especie humana, comienza a existir y cómo se desarrolla. De los datos esenciales sobre la formación del zigoto y sus primeras horas de vida, resulta con toda evidencia que en la fusión de los gametos comienza a ponerse en marcha como una unidad una nueva célula humana, dotada de una nueva y exclusiva estructura de información genética, que constituye la base de su desarrollo posterior. Esta información genética es la garantía de la pertenencia del zigoto a la especie humana y de su singularidad individual o identidad, que le proporciona enormes posibilidades morfogenéticas, que se realizan de modo autónomo y gradual durante el proceso epigenético rigurosamente orientado.
El embrión es una persona
Como acabamos de ver, las ciencias biológicas proporcionan los datos necesarios para responder a la pregunta sobre el momento a partir del cual el embrión humano es un individuo de la especie humana. Sin embargo, la pregunta sobre si ese individuo también es persona no es competencia de la biología, sino de la filosofía.
Ciertamente, ningún dato experimental es por sí suficiente para reconocer un alma espiritual; sin embargo, los conocimientos científicos sobre el embrión humano ofrecen una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde el primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana? Desde el momento de la fecundación se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano, que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces.
El ser humano es persona en virtud de poseer una naturaleza humana, es decir, en razón de ser un individuo vivo de la especie humana. Es persona, por lo tanto, en virtud de su naturaleza racional. Ser persona pertenece al orden ontológico: la posesión de un estatuto personal no se puede adquirir ni disminuir gradualmente, es una condición radical. La ausencia (bien por no actuación o por privación) de las propiedades o funciones que realiza la persona, como son la capacidad de relacionarse, la racionalidad, etc., no niega la existencia de la sustancia ontológica: sigue siendo persona por naturaleza, ya que la persona preexiste ontológicamente a sus cualidades. Si tuviéramos que aceptar que sólo es persona quien puede poner esas capacidades en acto, tendríamos que excluir como personas a los bebés, a los que duermen, a ciertos enfermos, a los pacientes en coma, etc.
Las funciones son “de la persona”, no son “la persona”: de la posesión de algunas cualidades o de la manifestación de ciertas funciones no se “induce” la presencia de la persona, sino que, al contrario, la persona es la condición real de la posibilidad, de la existencia, y de la actuación de determinadas funciones.
Por todo esto, el fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, es decir, desde la constitución del zigoto, exige el respeto incondicionado que es moralmente debido al ser humano en su totalidad corporal y espiritual. El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida.
a) El origen del concepto de persona
En buena parte, la polémica actual en torno al respeto inviolable que merece la vida del embrión está en función del uso que se hace del témino persona. Por eso es importante entender su significado.
La palabra persona tiene un origen muy antiguo. Persona era la máscara que usaban los actores para representar su papel en el teatro del antiguo mundo greco-romano. Pero ese significado ya no es el que le damos hoy. Hay que remontarse a los primeros siglos del cristianismo para entender el significado actual. Se creó el concepto de persona para hablar del misterio de la Santísima Trinidad: tres sujetos distintos que son cada uno Dios, sin que haya tres dioses. A cada uno de los Tres se le llamó Persona para significar que era Alguien subsistente y distinto de los otros Dos, aunque no son tres dioses porque la esencia divina que poseen es idéntica. Más tarde el concepto de persona sirvió también para hablar de modo filosófico riguroso acerca del misterio de Cristo, de quien decimos que es la Persona del Verbo que subsiste en dos naturalezas, humana y divina.
La aplicación del concepto de persona al ser humano tiene lugar mucho después. Lo realizó la teología Escolástica del siglo XIII. Explicaron que, hablando desde un punto de vista metafísico, persona significa lo más perfecto que se puede pensar en el orden del ser. La perfección mayor es la de ser alguien capaz de decidir sobre sí mismo, que es responsable de sus actos porque es inteligente y libre. Además esa naturaleza inteligente y libre vive del modo más perfecto que existe, que es subsistiendo, es decir, existiendo por sí mismo, y no recibiendo su ser a través de otro: no existe en razón de otro. Decir persona era, por lo tanto, decir que estamos ante un ser perfecto, único, irrepetible y que durará para siempre. Dios son tres Personas, los ángeles son personas, los hombres son personas.
Pero modernamente el concepto de persona ha entrado en crisis. Al perderse el punto de vista metafísico, de la esencia de los seres, de su naturaleza, el concepto de persona se ha vaciado de significado. Algo o alguien será persona sólo si da muestras claras de un cierto tipo de actividad. El acento ya no recae en el ser o en el modo de ser (en la naturaleza) de esa criatura, sino en una lista de fenómenos comprobables. Por ejemplo, si por persona se entiende un ser autoconsciente, que comprende su dolor, que es capaz de comunicación con otros, entonces serán personas los embriones sólo a partir de una cierta edad, y los enfermos inconscientes cuando no han superado cierto grado de coma. Y por supuesto también podrían ser personas muchas especies de mamíferos superiores, o incluso algunos ordenadores del futuro. Estas afirmaciones no son inventadas. Influyentes escritores de bioética como Peter Singer o Tristán Engelhardt las sostienen.
De ahora en adelante nosotros usaremos persona en un sentido filosófico. El significado es esencialmente el mismo de la filosofía escolástica, pero enriquecido con las grandes aportaciones de filósofos modernos. Dejando a un lado a los seres personales que no tienen cuerpo, decimos que es persona humana todo individuo vivo perteneciente a la especie humana, es decir a la especie homo sapiens sapiens, caracterizada por su peculiar biología y su naturaleza racional y libre. Así pues, encuentro una persona cada vez que tengo delante ese compuesto unitario de alma y cuerpo que es “un individuo humano vivo”. Por el hecho de ser un individuo vivo perteneciente a la especie homo sapiens, merece el mismo respeto incondicional que cualquier otro miembro de esa especie. Yendo más al fondo, lo que hace a este ser material una persona es, radicalmente, el acto de ser que recibe de Dios con el alma, y gracias al cual “éste” hombre empieza a existir: una nueva persona entra en el cosmos.
Algunos aspectos pastorales y canónicos
a) Aborto y excomunión
“Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae”, dice el Código de Derecho Canónico, n. 1398. Se considera aborto cualquier acción contra el ser humano que consiga su muerte, desde el momento mismo de la concepción. De todos modos, hay que distinguir entre las técnicas que producen el aborto de un embrión del que se conoce positivamente su existencia y aquellas otras donde el aborto es sólo posible (“píldora del día siguiente”, los DIU, etc.). Desde el punto de vista de la moralidad objetiva, es decir, dejando a un lado la responsabilidad moral subjetiva de esas personas, en ambos casos, se comete un pecado de aborto (ya que se usa un medio letal para el embrión en la duda de que ya exista), pero sólo se incurre en excomunión cuando se conoce realmente la existencia del embarazo, pues para la pena canónica, hace falta que de hecho se haya producido con certeza el delito, no basta la posibilidad. Hay circunstancias (edad menor de 18 años, ignorancia de la pena de excomunión aneja, miedo grave que anule la libertad, etc.) que excluyen esa censura.
Por lo que se refiere a la absolución de la pena de excomunión aneja al pecado de aborto, existe en el confesor la obligación de tener en cuenta las normas canónicas. Si el arrepentimiento es sincero y resulta difícil remitir el caso a la autoridad competente, a quien está reservado levantar la censura, todo confesor puede hacerlo a tenor del canon 1357 del Código de Derecho Canónico, sugiriendo la adecuada penitencia e indicando la necesidad de recurrir ante quien goza de tal facultad, ofreciéndose eventualmente el propio sacerdote para tramitarlo. El Código contempla para esos casos la conveniencia de provocar en el penitente la situación insoportable o insufrible de excomunión y, así, poder absolverle de la censura en el fuero interno.
b) Objeción de conciencia
Una ley que permite el aborto es intrínsecamente inmoral; por lo tanto un cristiano no puede obedecerla nunca; no puede ni siquiera participar en una campaña de opinión a favor de esa ley, sostenerla con su voto o colaborar en su aplicación. En tales casos, ha de presentar la llamada objeción de conciencia, debe negarse a su cumplimiento, esgrimiendo la objeción de conciencia. Es más, esa resistencia constituye un deber y un derecho fundamental, que ha de ser reconocido a los agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones hospitalarias, de tal manera que “quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional” (EV 74). Recordemos que los Códigos deontológicos de las profesiones sanitarias contemplan la objeción de conciencia como un deber y un derecho.
c) Ayuda a las madres con problemas
Manteniendo los principios morales en relación con el valor de la vida humana, la perspectiva cristiana no puede, sin embargo, volver la espalda a las penas y miserias que muchas veces acompañan a las personas que sufren el drama del aborto. “Toda persona de corazón, y ciertamente todo cristiano, debe estar dispuesto a hacer todo lo posible para ponerles remedio. Esta es la ley de la caridad, cuyo primer objetivo debe ser siempre instaurar la justicia. No se puede jamás aprobar el aborto, pero por encima de todo hay que combatir sus causas”. Esto comporta una acción política, pero “es necesario al mismo tiempo actuar sobre las costumbres, trabajar a favor de todo lo que pueda ayudar a las familias, a las madres, a los niños”.
El Papa Juan Pablo II, con palabras llenas de comprensión y de esperanza, se refiere a la ayuda pastoral que se debe ofrecer a las mujeres que han recurrido al aborto. En este sentido, los obispos católicos de todo el mundo animan a la creación de programas de servicio y asistencia para poder proporcionar a las mujeres una alternativa al aborto. Esos programas suelen incluir diversos aspectos, desde la instrucción adecuada y los medios de subsistencia material para las mujeres, hasta prestarles asesoramiento de todo tipo y posibilidades de continuar la propia formación como madres solteras.
Muchos de estos servicios son frecuentemente ofrecidos por entidades sostenidas por la Iglesia, las cuales se dedican a la salud y a los servicios sociales y solicitan la dedicación de profesionales y de voluntarios. A ellos se une la colaboración de otros grupos privados y el apoyo de la asistencia estatal, que debería ser más generosa.
Es este un problema que, además, no atañe solamente a la mujer. También Juan Pablo II ha querido recordar: “Cuánto reconocimiento merecen las mujeres que, con amor heroico por su criatura, llevan a término un embarazo derivado de la injusticia de relaciones sexuales impuestas con la fuerza; y esto (…) también en situaciones de bienestar y de paz, viciadas a menudo por una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan también más fácilmente tendencias de machismo agresivo. En semejantes condiciones, la opción del aborto, que es siempre un pecado grave, antes de ser una responsabilidad de las mujeres, es un crimen imputable al hombre y a la complicidad del ambiente que lo rodea” (Carta a las mujeres, n. 5).Terminamos con estas palabras del Papa Benedicto XVI, pronunciadas hace pocos años, cuando trabajaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe: “La Iglesia debe cumplir su misión de salvación en un mundo marcado por el pecado y la injusticia y acudirá con gran misericordia al encuentro de los hombres caídos en el pecado y arrepentidos, y también a aquellos que han participado de algún modo en un aborto y se arrepienten sinceramente. Pero para seguir siendo ‘luz del mundo’ y ‘sal de la tierra’, la Iglesia no puede llamar bien al mal y mal al bien; sino que debe condenar el aborto por lo que es: la eliminación querida de un ser humano inocente e indefenso. De este modo, la Iglesia está convencida de que no sólo permanece fiel al mandamiento de Dios confirmado por Cristo, sino que también defiende el derecho a la vida de innumerables niños en el seno de su madre, denuncia a la sociedad un pecado que grita venganza delante de Dios y contribuye a la edificación de una ‘cultura de la vida’, en la que todo hombre desde la concepción es acogido con respeto, estimado y amado, porque lleva en sí la imagen del Dios santo y vivo”.
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