sábado, septiembre 24, 2005

Tu vida es sagrada



La Europa de Benito en la crisis de la cultura es el título del primer libro que publica Benedicto XVI después de ser elegido Papa. Apareció el pasado mes de junio en Italia, y hoy ofrecemos un extracto del segundo capítulo: El derecho a la vida y Europa, que recoge un certero análisis sobre cómo el comportamiento hacia los demás –especialmente, hacia el no nacido– determina nuestra propia humanidad y dignidad

Permaneciendo en la superficie de las cosas, se podría estar convencido de que la aprobación legal del aborto ha cambiado nuestra vida privada y social. En el fondo, cada uno puede regirse según su conciencia: Quien no quiere abortar –se dice– no está obligada a hacerlo; quien lo hace tras la aprobación de una ley, en realidad lo haría de todos modos. Todo se consuma en el silencio de una sala de operaciones, lo que al menos garantiza las condiciones para una cierta seguridad en la intervención. El feto que no verá nunca la luz es como si nunca hubiese existido. ¿A quién le importa? ¿Por qué continuar dando voz pública a esta situación? ¿No sería mejor dejarla en el silencio de la conciencia de sus protagonistas?

Hay en el libro del Génesis una página de una impresionante elocuencia para nuestro problema. Se trata de la bendición del Señor a Noé y sus hijos después del diluvio; en ella se restablece para siempre aquella ley que garantiza, después del pecado, la continuación de la vida para el género humano. La creación, que nació absolutamente perfecta de las manos de Dios, sufrió la convulsión del desorden y la degeneración que siguieron a la caída de nuestros progenitores. La violencia y los asesinatos recíprocos y sin límites se propagaron por el mundo, haciendo imposible la paz de una vida social regulada por la justicia. Entonces, después de la gran purificación del diluvio, Dios depone el arco de su ira y abraza de nuevo al mundo con su misericordia, indicando las normas esenciales para la supervivencia: «Pediré cuentas de la sangre de cada uno de vosotros; a cada uno pediré cuentas de la vida de su hermano. El que derrame sangre del hombre, por mano de hombre será derramada la suya, porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios» (Gn 9, 5-6). Con estas palabras, Dios reivindica la vida del hombre como su posesión particular; así queda bajo su directa e inmediata protección. Es algo sagrado.

El reconocimiento de la sacralidad de la vida humana y de su inviolabilidad sin excepciones no es un pequeño problema o una cuestión que pueda ser considerada relativa, en orden al pluralismo de opiniones presentes en la sociedad moderna. El texto del Génesis orienta nuestra reflexión en un doble sentido: no existen pequeños homicidios (el respeto de toda vida humana es condición esencial para que sea posible una vida social digna de este nombre); cuando en su conciencia el hombre pierde respeto por la vida como algo sagrado, inevitablemente él acaba por perder su misma identidad.

Quiero citar un texto del gran pensador italo-alemán Romano Guardini: «El ser humano no es inviolable por el solo hecho de que vive; de tal derecho será también titular un animal. La vida del hombre es intocable porque él es una persona. El ser persona no es una dato de naturaleza psicológica, sino existencial: no depende de la edad, ni de la condición psicológica, ni de las dotes naturales de las que está provisto el sujeto. La personalidad puede permanecer bajo el umbral de la cosnciencia –como cuando se duerme– pero de todos modos permanece y hay que referirse a ella. Puede que la personalidad no esté todavía desarrollada, como cuando uno es un niño, pero desde el inicio mismo debe ser respetada. También es posible que la personalidad en general no emerja en las acciones cuando faltan los presupuestos psicofísicos, como sucede en los enfermos mentales. Asimismo, es posible que la personalidad permanezca escondida, como en el embrión, pero es algo que se le da desde el inicio y le hace tener sus derechos. Es esta personalidad lo que da a los hombres su dignidad; lo que les distingue de los objetos y les convierte en sujetos» (Los derechos del nasciturus).

Está también claro que la mirada que libremente dirijo al otro decide mi propia dignidad. La mirada al otro decide mi propia humanidad. Puedo tratarlo simplemente como una cosa, olvidándome así de su dignidad y de la mía, de su ser y del mío, creados a imagen y semejanza de Dios. Así, es el otro el que custodia mi dignidad. La moral, que se inicia en nuestra mirada sobre el otro, custodia la verdad y la dignidad del hombre.


+ Benedicto XVI
ABORTO

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